Proclama sobre la libertad de los esclavos
1816
7 de septiembre de 1814
Simón Bolívar libertador de Venezuela y
general en jefe de sus ejércitos, a sus conciudadanos.
Ciudadanos:
Infeliz del magistrado que autor de las
calamidades o de los crímenes de su Patria se ve forzado a defenderse ante el
tribunal del pueblo de las acusaciones que sus conciudadanos dirigen contra su
conducta; pero es dichosísimo aquél que corriendo por entre los escollos de la
guerra, de la política y de las desgracias públicas, preserva su honor intacto
y se presenta inocente a exigir de sus propios compañeros de infortunio una
recta decisión sobre su inculpabilidad.
Yo he sido elegido por la suerte de las armas
para quebrantar vuestras cadenas, como también he sido, digámoslo así, el
instrumento de que se ha valido la providencia para colmar la medida de
vuestras aflicciones. Sí, yo os he traído la paz y la libertad, pero en pos de
estos inestimables bienes han venido conmigo la guerra y la esclavitud. La
victoria conducida por la justicia fue siempre nuestra guía hasta las ruinas de
la ilustre capital de Caracas, que arrancamos de manos de sus opresores. Los
guerreros granadinos no marchitaron jamás sus laureles mientras combatieron
contra los dominadores de Venezuela, y los soldados caraqueños fueron coronados
con igual fortuna contra los fieros españoles que intentaron de nuevo
subyugarnos. Si el destino inconstante hizo alternar la victoria entre los
enemigos y nosotros, fue sólo en favor de pueblos americanos que una inconcebible
demencia hizo tomar las armas para destruir a sus libertadores y restituir el
cetro a sus tiranos. Así, parece que el cielo para nuestra humillación y
nuestra gloria ha permitido que nuestros vencedores sean nuestros hermanos y
que nuestros hermanos únicamente triunfen de nosotros. El ejército libertador
exterminó las bandas enemigas, pero no ha podido exterminar unos pueblos por
cuya dicha ha lidiado en centenares de combates. No es justo destruir los
hombres que no quieren ser libres, ni es libertad la que se goza bajo el
imperio de las armas contra la opinión de seres fanáticos cuya depravación de
espíritu les hace amar las cadenas como los vínculos sociales.
No os lamentéis, pues, sino de vuestros
compatriotas que instigados por los furores de la discordia os han sumergido en
ese piélago de calamidades, cuyo aspecto sólo hace estremecer a la naturaleza,
y que sería tan horroroso como imposible pintaros. Vuestros hermanos y no los
españoles han desgarrado vuestro seno, derramando vuestra sangre, incendiando
vuestros hogares, y os han condenado a la expatriación. Vuestros clamores deben
dirigirse contra esos ciegos esclavos que pretenden ligaros a las cadenas que
ellos mismos arrastran; y no os indignéis contra los mártires que fervorosos
defensores de vuestra libertad han prodigado su sangre en todos los campos, han
arrostrado todos los peligros, y se han olvidado de sí mismos para salvaros de
la muerte o de la ignominia. Sed justos en vuestro dolor, como es justa la
causa que lo produce. Que vuestros tormentos no os enajenen, ciudadanos, hasta
el punto de considerar a vuestros protectores y amigos como cómplices de
crímenes imaginarios, de intención, o de omisión. Los directores de vuestros
destinos no menos que sus cooperadores, no han tenido otro designio que el de
adquirir una perpetua felicidad para vosotros, que fuese para ellos una gloria
inmortal. Mas, si los sucesos no han correspondido a sus miras, y si desastres
sin ejemplo han frustrado empresa tan laudable, no ha sido por efecto de
ineptitud o cobardía; ha sido, sí, la inevitable consecuencia de un proyecto
agigantado, superior a todas las fuerzas humanas. La destrucción de un
gobierno, cuyo origen se pierde en la obscuridad de los tiempos; la subversión
de principios establecidos; la mutación de costumbres; el trastorno de la
opinión, y el establecimiento en fin de la libertad en un país de esclavos, es
una obra tan imposible de ejecutar súbitamente, que está fuera del alcance de
todo poder humano; por manera que nuestra excusa de no haber obtenido lo que
hemos deseado, es inherente a la causa que seguimos, porque así como la
justicia justifica la audacia de haberla emprendido, la imposibilidad de su
adquisición califica la insuficiencia de los medios. Es laudable, es noble y
sublime, vindicar la naturaleza ultrajada por la tiranía; nada es comparable a
la grandeza de este acto y aun cuando la desolación y la muerte sean el premio
de tan glorioso intento, no hay razón para condenarlo, porque no es lo
asequible lo que se debe hacer, sino aquello que el derecho nos autoriza.
En vano, esfuerzos inauditos han logrado
innumerables victorias, compradas al caro precio de la sangre de nuestros
heroicos soldados. Un corto número de sucesos por parte de nuestros contrarios,
ha desplomado el edificio de nuestra gloria, estando la masa de los pueblos
descarriada por el fanatismo religioso, y seducida por el incentivo de la
anarquía devoradora. A la antorcha de la libertad, que nosotros hemos
presentado a la América
como la guía y el objeto de nuestros conatos, han opuesto nuestros enemigos la
hacha incendiaria de la discordia, de la devastación y el grande estímulo de la
usurpación de los honores y de la fortuna a hombres envilecidos por el yugo de
la servidumbre y embrutecidos por la doctrina de la superstición: ¿Cómo podría
preponderar la simple teoría de la filosofía política sin otros apoyos que la
verdad y la naturaleza, contra el vicio armado con el desenfreno de la
licencia, sin más límites que su alcance y convertido de repente por un
prestigio religioso en virtud política y en caridad cristiana? No, no son los
hombres vulgares los que pueden calcular el eminente valor del reino de la
libertad, para que lo prefieran a la ciega ambición y a la vil codicia. De la
decisión de esta importante cuestión ha dependido nuestra suerte; ella estaba
en manos de nuestros compatriotas que pervertidos han fallado contra nosotros;
de resto todo lo demás ha sido consiguiente a una determinación más deshonrosa
que fatal, y que debe ser más lamentable por su esencia que por sus resultados.
Es una estupidez maligna atribuir a los
hombres públicos las vicisitudes que el orden de las cosas produce en los
Estados, no estando en la esfera de las facultades de un general o magistrado
contener en un momento de turbulencia, de choque, y de divergencia de opiniones
el torrente de las pasiones humanas, que agitadas por el movimiento de las
revoluciones se aumentan en razón de la fuerza que las resiste. Y aun cuando
graves errores o pasiones violentas en los jefes causen frecuentes perjuicios a
la República
estos mismos perjuicios deben, sin embargo, apreciarse con equidad y buscar su
origen en las causas primitivas de todos los infortunios: la fragilidad de
nuestra especie, y el imperio de la suerte en todos los acontecimientos. El hombre
es el débil juguete de la fortuna, sobre la cual suele calcular con fundamento
muchas veces, sin poder contar con ella jamás, porque nuestra esfera no está en
contacto con la suya de un orden muy superior a la nuestra. Pretender que la
política y la guerra marchen al grado de nuestros proyectos, obrando a tientas
con sólo la pureza de nuestras intenciones, y auxiliados por los limitados
medios que están a nuestro arbitrio, es querer lograr los efectos de un poder
divino por resortes humanos.
Yo, muy distante de tener la loca presunción
de conceptuarme inculpable de la catástrofe de mi patria, sufro al contrario,
el profundo pesar de creerme el instrumento infausto de sus espantosas
miserias; pero soy inocente porque mi conciencia no ha participado nunca del
error voluntario o de la malicia, aunque por otra parte haya obrado mal y sin
acierto. La convicción de mi inocencia me la persuade mi corazón, y este
testimonio es para mí el más auténtico, bien que parezca un orgulloso delirio.
He aquí la causa porque desdeñando responder a cada una de las acusaciones que
de buena o mala fe se me puedan hacer, reservo este acto de justicia, que mi
propia vindicta exige, para ejecutarlo ante un tribunal de sabios, que juzgarán
con rectitud y ciencia de mi conducta en mi misión a Venezuela. Del Supremo
Congreso de la Nueva
Granada hablo, de este augusto cuerpo que me ha enviado con
sus tropas a auxiliarlos como lo han hecho heroicamente hasta expirar todas en
el campo del honor. Es justo y necesario que mi vida pública se examine con
esmero, y se juzgue con imparcialidad. Es justo y necesario que yo satisfaga a
quienes haya ofendido, y que se me indemnice de los cargos erróneos a que no he
sido acreedor. Este gran juicio debe ser pronunciado por el soberano a quien he
servido; yo os aseguro que será tan solemne cuanto sea posible, y que mis
hechos serán comprobados por documentos irrefragables. Entonces sabréis si he
sido indigno de vuestra confianza, o si merezco el nombre de Libertador. Yo os
juro, amados compatriotas, que este augusto título que vuestra gratitud me
tributó cuando os vine a arrancar las cadenas, no será vano. Yo os juro que
libertador o muerto, mereceré siempre el honor que me habéis hecho, sin que
haya protestad humana sobre la tierra que detenga el curso que me he propuesto
seguir hasta volver segundamente a libertaros, por la senda del occidente,
regada con tanta sangre y adornada de tantos laureles. Esperad, compatriotas,
al noble, al virtuoso pueble granadino que volará ansioso de recoger nuevos trofeos,
a prestaros nuevos auxilios, y a traeros de nueva la libertad, si antes vuestro
valor no la adquiere. Sí, sí, vuestras virtudes solas son capaces de combatir
con suceso contra esa multitud de frenéticos que desconocen su propio interés y
honor; pues jamás la libertad ha sido subyugada por la tiranía. No comparéis
vuestras fuerzas físicas con las enemigas, porque no es comparable el espíritu
con la materia. Vosotros sois hombres, ellos son bestias, vosotros sois libres,
ellos esclavos. Combatid, pues, y venceréis. Dios concede la victoria a la
constancia.
Carúpano, 7 de septiembre de 1814.-4°.
BOLIVAR.
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