Manifiesto a las naciones del mundo. sobre la guerra a muerte 24 de febrero de 1814

Manifiesto a las naciones del mundo. sobre la guerra a muerte
24 de febrero de 1814
Al verterse la sangre de los españoles prisioneros en La Guaira, aquella parte del Mundo instruida de nuestros sucesos aplaudirá una medida, que imperiosamente exigían después de algún tiempo la justicia y el interés de casi una mitad del Universo. El cuadro de nuestra situación, dibujado al lado de la historia de los precedentes acontecimientos, dirá a los que no han sabido nuestros sufrimientos y la generosidad que los aumentó, la necesidad de la sentencia que contra su característica humanidad ha pronunciado al fin el Supremo Jefe de la República. No hablemos de los tres siglos de ilegitima usurpación, en que el Gobierno español derramó el oprobio y la calamidad sobre los numerosos pueblos de la pacifica América. En los muros sangrientos de Quito fue donde la España, la primera despedazó los derechos de la naturaleza y de las naciones. Desde aquel momento del año de 1810 en que corrió la sangre de los Quirogas, Salinas, etc., nos armaron con la espada de las represalias para vengar aquellas sobre todos los españoles. El lazo de las gentes estaba. cortado por ellos; y por este solo primer atentado, la culpa de los crímenes y las desgracias que han seguido, debe recaer sobre los primeros infractores.
Los anales de la generosidad conservarán la del gobierno de Caracas en la revolución del 19 de abril de aquel año. En vano un pueblo resentido pide la muerte de los autores de los males públicos: la firme resistencia de aquel los salva. Si expulsa a Emparan, gobernador nacido del seno de una revolución en otro continente: si a los miembros de la Audiencia, Anca, Basadre, García, magistrados españoles detestados por sus maldades, se llena de consideración para sus personas en estos procedimientos, gruesas cantidades de dinero se les suministran para su auxilio. Los nuevos directores de los destinos de un pueblo libre, parecen más bien ocuparse de la suerte de los tiranos, que de asegurar por una energía propia de las circunstancias, la naciente libertad. Indiferentes sobre la trama de los conspiradores, se contentan con dar a algunos un pasaporte, comprando sus propiedades a los que les servían de embarazo para ir a otras regiones a disfrutar de la impunidad. Aunque ligados con los más solemnes juramentos, para no volver contra nosotros sus armas, despreciando tanto la Religión, como la humanidad y el derecho de las gentes, son esos mismos que tomados en la actual guerra han sido castigados por la espada de las leyes que los condenan; y han expiado sus perjurios, traiciones y asesinatos.
Innumerables que fueron elevados a las primeras magistraturas: muchos que fueron los más distinguidos jefes de la República: Llamozas, Pascual Martínez, Martí, Groira, Budía Isidoro Quintero, han sido nuestros perseguidores más encarnizados. Quintero que no había recibido más que honores del pueblo y del gobierno: que obtuvo enviar al país enemigo de Coro cantidades en metálico para sus parientes, no siendo quizás más que un pretexto para auxiliar a aquel gobierno en la irrupción que luego subyugó a Venezuela.
En efecto, espantados nuestros soldados con los fenómenos de la naturaleza en el memorable terremoto de 26 de marzo de 1812: enajenados por la superstición, por la predicación de algunos artificiosos fanáticos, dejaron penetrar en el Occidente la expedición mandada por Monteverde. Envueltos por todas partes en ruinas, veíamos al mismo tiempo el inhumano sacrificio de nuestros más inocentes hermanos. Antoñanzas y Boves entrando a Calabozo y en San Juan de los Morros, asesinan por sus propias manos, casi sin excepción, a los habitantes del primero, apacentadores de ganados; y a los del segundo, cultivadores de la tierra, al anciano que agobiado de años y de males, ignora en su lecho de muerte las revoluciones de los gobiernos: al labrador que no habiendo tomado nunca las armas, no conoce otra autoridad que la del cura a quien venera. Sus troncos divididos de las cabezas, verterán una sangre inmortal para nuestra posteridad. Esta sabrá que el sanguinario Boves y Antoñanzas hacían morder a algunos las bocas de los fusiles para dispararlos en sus gargantas: que otros aún vivos servían para blanco de las punterías, para ensayar sus soldados en tirar lanzazos y sablazos. Dos años han pasado, y se ven aun en las empalizadas de San Juan de los Morros suspensos los esqueletos humanos. Un jefe incauto cree rindiéndose aplacar la saña de los invasores: por una capitulación se lisonjea asegurar la vida, el reposo, las propiedades de los venezolanos. .Apenas a su sombra el tirano logra avasallar unos pueblos donde no recibe sino testimonios de docilidad, cuando despedaza el inviolable y santo contrato que se había elevado entre él y nosotros como una barrera insuperable a su furor. Contrato que ha encadenado el ímpetu de los más bárbaros pueblos, sometiendo la ambición, la codicia y la venganza a promesas reciprocas y solemnes. Para no dejar dudas sobre el crimen, para darle, por decir así, más brillo, confirma sus ofertas por sus proclamas, que más pronto son violadas que publicadas.
Súbitamente se muda Venezuela. Los edificios que resistieron a las convulsiones del terremoto, apenas bastan en Caracas y en otras ciudades para recibir las personas que de todas partes se traen aprisionadas. Las casas se transforman en cárceles, los hombres en presos: el corto número que hay de canarios y españoles: los soldados del déspota, las mujeres y los recién nacidos, son los únicos que se eximen. Los demás o se esconden en las impenetrables selvas, o los sepultan en pestilentes mazmorras, donde un arte criminal no permite entrada ni a la luz, ni al aire: o los amontonan en aquellas mismas habitaciones, en que antes llenaban los deberes de la vida social, encontraban la alegría bajo los auspicios de la inocencia, y gozaban las comodidades adquiridas por sus sudores. Ahora afligidos con grillos, despojados de sus propiedades, acaban por la indigencia, la peste, la sufocación, el sacerdote y el soldado, el ciudadano y el rústico, el rico y el miserable, el septuagenario y el infante aun no llegado a la edad de la razón, Los que habían estado investidos por el pueblo de la majestad soberana, fueron uncidos a cepos en el más público de todos los lugares: los más respetables personajes, atados de pies y manos, puestos sobre bestias de albarda, que despedazaron a algunos contra los riscos, peregrinaban en este estado de unas a otras prisiones. Ancianos y moribundos amarrados duramente, apareados con veinte o treinta, pasaban un día entero sin comida, bebida, ni descanso en trepar por inaccesibles sendas.
La agricultura, la industria, y el movimiento del comercio no se percibían más., en un país muerto bajo la esclavitud. Las máquinas eran inutilizadas, los almacenes pillados; quedaban sólo vestigios de la antigua grandeza; en las ciudades casi desiertas, no se velan más que algunos brutos pastando: 'no se oía sino el llanto de las esposas, los insultos brutales del soldado, los lamentos desmayados de la mujer, del niño, del anciano, que expiran de la hambre.
La virtud, los talentos, la población, las riquezas, el mismo bello sexo, es condenado o padece. Los delitos, la delación, los asesinatos, la brutal venganza y la miseria se aumenta. El mismo jefe que premia a un embustero delator, desprecia o castiga al hombre firme, que se atreve a sostener el lenguaje de la verdad. Los que acaloran sus pasiones, los que adulan su vanidad, los que quieren bañarse en la sangre inocente, forman su consejo y son sus oráculos. Así el sistema de ferocidad crece gradualmente: de las perfidias, del robo y las violencias, se pasa a mayores excesos. Viendo que para su crueldad los hombres mueren lentamente en las prisiones, los llevan ya sobre los suplicios; y aun estos exigiendo demasiado aparato, y no haciendo correr tanta sangre como desean, se destruyen los pueblos enteros: se inventan torturas: se prolongan los últimos dolorosos instantes de los sacrificados, por medios desconocidos hasta ahora de los genios más implacables.
Aragua en el Oriente es el nuevo teatro de las atrocidades: Zuazola es el jefe de los verdugos: hombre detestable, si la especie de iniquidades puede hacerle contar entre nuestros semejantes. Todo cae bajo sus golpes y no han vuelto a encontrarse los que habitaban a Aragua. Jamás se ejecutó carnicería más espantosa. Los niños perecieron sobre el seno de las madres: un mismo puñal dividía sus cuellos: el feto en el vientre irritaba aún a los frenéticos: le destrozaban con más impaciencia que el tigre devora su presa. No sólo acometían a los vivientes: ce podía decir que conspiraban a que no naciesen más a ocupar el mundo.
El feto encerrado en el seno maternal era tan delincuente al juicio del español Zuazola y sus compañeros, como las mujeres, los ancianos y los demás habitantes de Aragua. La localidad de este pueblo en lo interior de los Llanos, muy distante de las capitales, no le hizo tomar parte alguna activa en las innovaciones políticas. Sin embargo, su población fue aniquilada horriblemente. Se recreaban los españoles en considerar los tormentos: los variaban: pero en todo dilataban por el arte más perverso los sufrimientos de la naturaleza. Desollaron a algunos arrojándolos luego a lagos venenosos o infectos: despalmaban las plantas de otros: y en este estado les forzaban a correr sobre un suelo pedregoso: a otros sacaban integras con el cutis las patillas dé la barba: a todos, antes o después de muertos, cortaban las orejas. Algunos catalanes de Cumaná las compraban a precio de dinero para adorno de sus casas: regalarse con su vista: acostumbrar sus esposas e hijos a la rabia de sus sentimientos.
La historia nos habla hablado de las proscripciones que la ambición de los tiranos, el temor o el odio habían dictado: el vil regocijo de otros, contemplando multitud de cadáveres de los que habían hecho morir sus órdenes; pero eran sus enemigos: creían estos los medios seguros de afirmar sus usurpaciones. Romper el vientre que lleva el germen de un nuevo ser: dar martirios inauditos a infantes, a vírgenes estaba sólo reservado a nuestros tiranos. La España únicamente ha desplegado este resorte, y nosotros los funestos ejemplos, que le han hecho conocer.
Las victorias de los héroes de Maturín hacen transportar el sitio de la escena a Espino, Calabozo y Barinas. Cada día eran conducidos a los cadalsos nuestros compatriotas más ilustres. Estos espectáculos nos hubieran presentado todos los días, si las huestes granadinas, vencedoras ya en los campos de Cúcuta y Carache, no hubieran volado a libertarnos.
Ni la constante superioridad de las armas libertadoras, ni el orgullo que inspiró la victoria, ni el recuerdo reciente de tantos ultrajes alteran en los jefes vencedores la generosidad de principios, que tanto nos separa de nuestros enemigos. La clemencia del conquistador accede a la capitulación propuesta por el Gobernador Fierro, cuando era un delirio solicitarla; y si antes nos asombraban las crueldades que cometieron contra el pueblo venezolano, ahora no se concebirá, como las volvieron contra la clase más comprometida de ellos mismos, abandonándola a nuestros resentimientos, y haciendo nula la capitulación que la protegía. Todos los prisioneros españoles quedaron a discreción. Monteverde por sí mismo no dudó expresarlo. Rehusó sancionar las capitulaciones concedidas a Budia y Mármol; y declaró a la faz del mundo, que no tuvieron autoridad para hacerlas. Debían pagar con sus cabezas, la magnanimidad los salvó. Aun más extremados nosotros en la generosidad que ellos en la traición, se propuso al jefe de Puerto Cabello hacerla extensiva a aquella plaza, intimándole en caso de no ceder a la razón y a la necesidad, que serian exterminados todos los individuos pertenecientes a la nación española.
Su denegación no fue bastante a hacernos cumplir las amenazas, y muchos de los que gozaban una plena libertad, correspondieron con pasar a los valles del Tuy y Tácata, al bajo Llano, y al Occidente, donde encendieron esas insurrecciones las más llenas de crímenes, cuyos tristes resultados se harán sentir por muchos años ascendiendo a más de diez mil el número de los que han privado de la existencia desde el mes de setiembre de 1813, en que arribó a nuestras costas la expedición de España.
¡Qué horrorosa devastación, qué carnicería universal, cuyas sedales sangrientas no lavarán los siglos! La execración que seguirá a Yañez y Boves será eterna como los males que han causado. Partidas de bandidos salen a ejecutar la ruina. El hierro mata a los que respiran; el fuego devora los edificios y lo que resiste al hierro. En los caminos se ven tendidos juntos los de ambos sexos: las ciudades exhalan la corrupción de los insepultos. Se observa en todos el progreso del dolor en sus ojos arrancados, en sus cuerpos lanceados, en los que han sido arrastrados a la cola de los caballos. Ningún auxilio de religión les han proporcionado aquellos, que convierten en cenizas los templos del Altísimo y los simulacros sagrados. En Mérida, en Barinas y Caracas apenas hay una ciudad o pueblo que no haya experimentado la desolación. Pero la capital de Barinas, Guanare, Bobare, Barquisimeto, Cojedes, Tinaquillo, Nirgua, Guayos, San Joaquín, Villa de Cura, valles de Barlovento, pueblos más desgraciados: algunos han sido consumidos por las llamas, otros no tienen ya habitantes. Barinas, donde Pus pasa a cuchillo quinientas personas, y hubieran sido setenta y cuatro más, si la pronta entrada de nuestras armas en aquella ciudad, no hubiera quitado el tiempo necesario a los verdugos para llenar su ministerio infernal; Guanare y Araure donde Liendo y Salas, bienhechores de los españoles, son los más maltratados al recibir sus golpes asesinos: Bobare donde trozaron las piernas y los brazos de los prisioneros hechos allí mismo y en Yaritagua y Barquisimeto.
A tantos motivos de indignación se añadió el descubrimiento de una conspiración de los prisioneros de La Guaira, después de nuestra derrota del 10 de noviembre de 1813 en Barquisimeto, conspiración justificada plenamente, aun con pruebas reales halladas en las armas que nos ocultaban, en las limaduras de los cerrojos de las prisiones, y de los grillos de los que los tenían. Un perdón concedido prescindiendo de la vindicta pública, se empleó como el noble medio de disuadirlos para siempre de sus intentos, confundía su delirante audacia, con la severidad descargada sobre diez de los principales corifeos.
Desde el primer asedio de Puerto Cabello los españoles exponen inevitablemente a nuestros fuegos a los prisioneros de los pontones, esas antiguas víctimas, del engaño cerca de dos años arrastrando las cadenas o feneciendo por la falta de alimento o por fatigas penosísimas. Nuestra venganza es promover un canje a favor de sus prisioneros, proposición seis o siete veces hecha por nosotros, y otras tantas repulsada, no obstante que las últimas significaban la resolución de terminar la vida de los prisioneros, si no aceptaban conforme a los usos de la guerra.
Aquella abominación se repitió en estos días: era preciso usar ya de las represalias; y por haber colocado de igual suerte a los prisioneros españoles, cuatro de los infelices que oprimían fueron al punto fusilados. Ellos mismos nos instruyeron de sus nombres, de Pellín, Osorio, Pulido, Pointet. Un suplicio ha puesto limites a sus largos sufrimientos y sus cenizas descansan ya de las agonías en que gimieron.
Se reiteraron las proposiciones de canje, fueron igualmente desechadas. Casi todos los parlamentarios, que sobre la fe ofrecida por ellos mismos fueron los conductores, el venerable Presbítero García de Ortigoza entre ellos, han sido detenidos, violentamente encarcelados, algunos azotados y destinados a los trabajos públicos. ¿Qué raza de Monstruos serán los españoles, cuya sed de sangre no exceptúa a sus mismos cómplices? No hay especie de atentado, no hay violación, no hay alevosía que no hayan cometido por todas partes para empeñarnos sin duda a tomar las represalias sobre sus compatriotas aprisionados. Más ha podido nuestra paciencia que sus provocaciones, hasta que la seguridad pública vacilante ha exigido sacrificarlos para afianzarla.
De acuerdo los prisioneros de Guaira con Boves, Yáñez, y Rosete, las combinaciones de la sedición habrían preponderado, si la Providencia no hubiera puesto en nuestras manos la luz que nos ha guiado en las tinieblas del crimen. Yáñez, por Barinas, Boves por la Villa de Cura, Rosete por Ocumare nos acometen. El complot de los prisioneros se revela entonces contra el Gobierno y uniéndose al convencimiento de él, los clamores más vehementes que nunca del pueblo, se dispuso su decapitación. Al mismo tiempo Rosete, llevando a efecto por su parte la liga celebrada, da horrible fin a los hijos de Ocumare. Unos son mutilados sin diferencia de sexo, ni edad: tres en el templo y sobre los altares: trescientos troncos de nuestros hermanos están esparcidos en las calles y cercanías del pequeño pueblo: en las ventanas y en las puertas clavan aquellas partes de sus cuerpos que el pudor prohíbe nombrar. Esta. noticia hace volar nuestras armas en defensa de la humanidad, cuando Rosete distante de Caracas solo el tránsito de siete horas, se aproximaba con la confianza, de que hubieran verificado su rompimiento los que ya habían sido ejecutados; pero el infame huyendo tan cobardemente como era cruel, nos abandona hasta sus papeles. Vemos ratificada en ellos la conspiración de los prisioneros españoles. Por sus planes, sorprendiendo las guardias que los vigilaban, y apoderándose del puerto, debían por allí cooperar a la disolución de nuestras fuerzas. La suerte del pueblo de Ocumare, iba a ser la de todos los pueblos de Venezuela. Algunos pocos a quienes hubieran conservado, quizá para su servicio, debían ser marcados en el rostro con una P para su perpetua afrenta.
Después que, la luz de la verdad nos hizo entrar en el secreto de sus maquinaciones, abrigarlos por más tiempo en nuestro seno, era abrigar las víboras, que nos soplaban su aliento emponzoñado: era asociarse a sus crímenes: era dejar subsistir sus tramas: era aventurar manifiestamente el destino de la República, cuya pérdida anterior la causó la sublevación de los prisioneros españoles en el castillo de Puerto Cabello, que dominándole el primero de julio de 1812, hicieron sucumbir en el instante el resto de Venezuela. La justicia y la humanidad debían triunfar de sus negros proyectos. Yáñez, fue descuartizado en Ospino en el ardor del combate: Boves fue vencido en La Victoria: las cuadrillas de Rosete disipadas en Ocumare, y los prisioneros castigados con la última pena. Las fuerzas que se distraían en la custodia de éstos, han podido con seguridad salir al campo a batir al enemigo.
Mucho tiempo habló en vano por ellos la generosidad: mucho tiempo. el Gobierno se hizo sordo a las voces del pueblo: se preparaba aun a deportarlos para hacerles gozar en otras regiones de libertad. Una serie continuada de atentados se habían disimulado. por nuestra parte: proposiciones de canjes se hicieron para salvarlos. Hemos tenido que arrepentirnos de tanta indulgencia: los que nos debían la vida han urdido contra la nuestra. Nuevos crímenes, nuevas perfidias han producido en los días de la libertad alrededor y en medio de nosotros, males más grandes que los anteriores.
Los prisioneros españoles han sido pasados por las armas, cuando su impunidad esforzaba el encono de sus compañeros; cuando sus conspiraciones en el centro mismo de los calabozos, apenas desbaratadas, cuando resucitadas, nos han impuesto la dura medida a que nos había autorizado, mucho tiempo ha, el derecho de las represalias. Para contener el torrente de las devastaciones, para estancar esa inundación de sangre humana, de que la autoridad suprema es responsable ante la divina, ha dado un ejemplo que escarmiente a los demás, apoyados hasta ahora en que la benignidad, que había sido el escudo de aquellos, defendería a ellos mismos.
¿Cuál ha sido el blanco de tantas traiciones, crueldades, conspiraciones, perfidias, trasgresiones repetidas de las leyes, de los pactos, del derecho de las naciones, y de esa devastación de Venezuela, que nunca la pluma podrá escribir? No aspiran a establecer un imperio: es su objeto arruinarlo todo. La tiranía misma para que pueda existir, está obligada a conservar. Las plantaciones, los ganados, las obras de arte, las preciosidades del lujo, la opulencia de las ciudades son el incentivo de los conquistadores. Los españoles no son ni estos conquistadores: son las bandas de tártaros que quieren borrar los rasgos de civilización, echar por tierra con su hacha salvaje los monumentos de las artes, sofocar la industria, las mismas materias de primera necesidad. Su deseo no es 'más que una perseverancia de crueldad, un instinto de maleficencia que les hace ejercer su barbaridad contra si mismos. ;Ved pues, venezolanos, las ventajas que os brindan esos jefes, que veíais aun antes de la revolución como a facinerosos. Vosotros incautos que seguís sus banderas! Reflexionad sobre el premio que vais a recibir: ser envueltos en un exterminio absoluto. Cuando el germen de las generaciones estuviera anonadado: cuando las ciudades fueran escombros, estuviera aniquilada la misma naturaleza; entonces dejando a Venezuela para guarida de los animales, satisfechas las miras de los españoles, irían a esas otras regiones de la rica América a consumar la destrucción del Nuevo Mundo. El origen de esta evidente empresa se desenvuelve en Venezuela, México y Buenos Aires para cubrir al fin los puntos intermedios. ¡Pueblos de la América! leed en los acontecimientos de esta guerra las intenciones españolas: meditad sobre el destino que se os prepara. Para no desaparecer, decidid que partido os queda. ¡Naciones de la tierra! que no queréis ciertamente que sea extinguida una mitad del mundo: conoced a nuestros enemigos: vais a inferir la inevitable alternativa de que ellos o nosotros han de ser inmolados. Seréis justas: un corto número de advenedizos no debe prevalecer sobre millones, y millones de hombres civilizados. Vosotros aplaudis ya nuestra última indispensable sentencia, y el sufragio del universo es lo que más la justifica.
Cuartel General de San Mateo, Febrero 24 de 1814, 4° y 2°.

Antonio Muñoz Tébar.

sin fecha General Simón Bolívar Muy señor mío

 /sin fecha General Simón Bolívar Muy señor mío: Mi genio, mi Simón, amor mío, amor intenso y despiadado. Sólo por la gracia de encontrarnos...