Fanny Du Villars
(París, 1804).
Querida señora y amiga:
Si queréis imponeros de mi suerte, lo que me
parece justo, es preciso escribirme. De este modo me veré forzado a
responderos, cuyo trabajo me será agradable. Yo digo trabajo, porque todo lo
que me obliga a pensar en mí aunque sea diez minutos, me fatiga la cabeza,
obligándome a dejar la pluma o la conversación para tomar el aire en la
ventana. ¿Me obligareis a deciros lo suficiente para satisfaceros respecto al
pobre chico Bolívar de Bilbao, tan modesto, tan estudioso, tan económico,
manifestándoos la diferencia que existe con el Bolívar de la calle de Vivienne,
murmurador, perezoso y pródigo? ¡Ah Teresa mujer imprudente, a la que no
obstante no puedo negar nada, porque ella ha llorado conmigo en los días de
duelo! ¿Porqué queréis imponeros de este secreto?... Cuando os impongáis del
enigma, ya no creeréis en la virtud.
Oh! y cuán espantoso es no creer en la
virtud... ¿Quién me ha metamorfoseado?. .. ¡Ay! Una sola palabra, palabra
mágica que el sabio Rodríguez no debía haber pronunciado jamás.
Escuchad, pues pretendéis saberlo:
Recordareis lo triste que me hallaba cuando os
abandoné para reunirme con el señor Rodríguez en Viena. Yo esperaba mucho de la
sociedad de mi amigo, del compañero de mi infancia, del confidente de todos mis
goces y penas, del Mentor, cuyos consejos y consuelos han tenido siempre para
mí tanto imperio. ¡Ay! en estas circunstancias, fue estéril su amistad. El
señor Rodríguez sólo amaba las ciencias. Mis lágrimas lo afectaron, porque él
me quería sinceramente, pero él no las comprende. Yo lo hallo ocupado en un
gabinete de física y química que tenía un señor alemán, y en el cual debían
demostrarse públicamente estas ciencias por el señor Rodríguez. Apenas le veo
yo una hora al día. Cuando me reúno a él, me dice de prisa: mi amigo,
diviértete, reúnete con los jóvenes de tu edad, vete al espectáculo, en fin; es
preciso distraerte y este es el solo medio que hay para que te cures. Yo
comprendo entonces que le falta alguna cosa a este hombre, el más sabio, el más
virtuoso, y sin que haya duda el más extraordinario que se puede encontrar. Yo
caigo bien pronto en un estado de consunción y los médicos declararon que iba a
morir. Era lo que yo deseaba. Una noche que estaba muy malo, me despierta Rodríguez
con mi médico: los dos hablaban en alemán. Yo no comprendía una palabra de lo
que ellos decían; pero en su acento, en su fisonomía, conocía que su
conversación era muy animada. El médico después de haberme examinado bien se
marchó. Tenía todo mi conocimiento y aunque muy débil podía sostener todavía
una conversación. Rodríguez vino a sentarse cerca de mí: me habló con esta
bondad afectuosa que me ha manifestado siempre en las circunstancias más graves
de mi vida, me reconviene con dulzura y me hace conocer que es una locura el
abandonarme y quererme morir en la mitad del camino. Me hizo comprender que
existía en la vida de un hombre otra cosa que el amor, y que podía ser muy
feliz dedicándome a la ciencia o entregándome a la ambición: sabéis con qué
encanto persuasivo habla este hombre: aunque.diga los sofismas más absurdos
cree uno que tiene razón. Me persuade, como lo hace siempre que quiere.
Viéndome entonces un poco mejor, me deja, pero al día siguiente me repite
iguales exhortaciones. La noche siguiente, exaltándose la imaginación con todo
lo que yo podría hacer, sea por las ciencias, sea por la libertad de los
pueblos le dije: sí, sin duda, yo siento que podría lanzarme en las brillantes
carreras que me presentáis pero era preciso que fuese rico... sin medios de
ejecución no se alcanza nada; y lejos de ser rico soy pobre y estoy enfermo y
abatido. ¡Ah! Rodríguez, prefiero morir... Le di la mano para suplicarle que me
dejara morir tranquilo. Se vio en la fisonomía de Rodríguez una revolución súbita:
queda un instante incierto, como un hombre que vacila acerca del partido que
debe tomar. En este instante levanta los ojos y las manos hacia el cielo,
exclamando con una voz inspirada: ¡está salvo! Se acerca a mí, toma mis manos,
las aprieta con las suyas que tiemblan y están bañadas en sudor y enseguida me
dice con un acento sumamente afectuoso: ¿Mi amigo, si tú fueras rico,
consentirías en vivir? ¡Di!... ¡Respóndeme!... Quedé irresoluto, no sabía lo
que esto significaba. Respondo: Sí. ¡Ah! exclama él, nosotros estamos salvos...
¿el oro sirve pues para alguna cosa? Pues bien, ¡Simón Bolívar, sois rico!
¡Tenéis actualmente cuatro millones!!... No os pintaré querida Teresa la
impresión que me hicieron estas palabras ¡tenéis actualmente cuatro millones! Tan
extensa y difusa como es nuestra lengua española, es, como todas las otras
impotente para explicar semejantes emociones. Los hombres las prueban pocas
veces: sus palabras corresponden a las sensaciones ordinarias de este mundo;
las que yo sentía eran sobrehumanas; estoy admirado de que mi organización las
haya podido resistir.
Me detengo: la memoria que yo acabo de evocar
me abruma. ¡Oh cuán lejos están las riquezas de dar los goces que ellas hacen
esperar! ... Estoy bañado en sudor y más fatigado que nunca después de mis
largas marchas con Rodríguez. Me voy a bañar. Os veré después de comer para ir
al teatro francés. Os pongo esta condición que no me preguntareis nada relativo
a esta carta, comprometiéndome a continuarla después del espectáculo.
Rodríguez no me había engañado: yo tenía
realmente cuatro millones. Este hombre caprichoso, sin orden en sus propios
negocios, que se endrogaba con todo el mundo, sin pagar a nadie, hallándose
muchas veces reducido a carecer de las cosas más necesarias, este hombre ha
cuidado la fortuna que mi padre me ha dejado con tan buen resultado como
integridad, pues la ha aumentado en un tercio. Sólo ha gastado en mi persona
ocho mil francos durante los ocho años que yo he estado bajo su tutela.
Ciertamente él ha debido cuidarla mucho. A decir verdad la manera como me hacía
viajar era muy económica, él no ha pagado más deudas que las que contraje con
mis sastres, pues la que es relativa a mi instrucción es muy pequeña respecto a
que él era mi maestro universal.
Rodríguez pensaba hacer nacer en mí la pasión
a las conquistas intelectuales, a fin de hacerme su esclavo. Espantado del
imperio que tomó sobre mí mi primer amor y de los dolorosos sentimientos que me
condujeron a la puerta de la tumba, se lisonjeaba de que se desarrollaría mi
antigua dedicación a las ciencias, pues tenía medios para hacer
descubrimientos, siendo la celebridad la sola idea de mi pensamientos. ¡Ay! el
sabio Rodríguez se engaña: me juzga por él mismo. Yo llego a los veinte y un
años, y no podía ocultarme por más tiempo mi fortuna; pero me lo habría hecho
conocer gradualmente y de eso estoy seguro, si las circunstancias no le
hubiesen obligado a hacérmela conocer de una vez. Yo no había deseado las
riquezas: ellas se me presentan sin buscarlas, no estando preparado para
resistir a su seducción. Yo me abandono enteramente a ellas. Nosotros somos los
juguetes de la fortuna; a esta grande divinidad del Universo, la sola que yo
reconozco es a quien es preciso atribuir nuestros vicios y nuestras virtudes.
Si ella no hubiese puesto un inmenso caudal en mi camino, servidor celoso de
las ciencias, entusiasta de la libertad, la gloria hubiese sido mi solo culto,
el único objeto de mi vida. Los placeres me han cautivado, pero no largo
tiempo. La embriaguez ha sido corta, pues se ha hallado muy cerca el fastidio.
Pretendéis que yo me inclino menos a los placeres que al fausto, convengo en
ello; porque, me parece, el fausto tiene un falso aire de gloria.
Rodríguez no aprobaba el uso que yo hacía de
mi fortuna: le parecía que era mejor gastarla en instrumentos de física y en
experimentos químicos; así es que no cesa de vituperar los gastos que él llama
necedades frívolas. Desde entonces, me atreveré a confesarlo... Desde entonces
sus reconvenciones me molestaban y me obligaron abandonar a Viena para
libertarme de ellas. Me dirigí a Londres, donde gasté ciento cincuenta mil
francos en tres meses. Me fui después a Madrid donde sostuve un tren de un
príncipe. Hice lo mismo en Lisboa, en fin, por todas partes ostento el mayor lujo
y prodigo el oro a la simple apariencia de los placeres.
Fastidiado de las grandes ciudades que he
visitado vuelvo a París con la esperanza de hallar lo que no he encontrado en
ninguna parte, un género de vida que me convenía; pero Teresa, yo no soy un hombre
como todos los demás y París no es el lugar que puede poner término a la vaga
incertidumbre de que estoy atormentado. Sólo hace tres semanas que he llegado
aquí y ya estoy aburrido.
Ve aquí cara amiga todo lo que tenía que
deciros del tiempo pasado; el presente, no existe para mí, es un vacío completo
donde no puede nacer un solo deseo que deje alguna huella grabada en mi
memoria. Será el desierto de mi vida... Apenas tengo un ligero capricho lo
satisfago al instante y lo que yo creo un deseo, cuando lo poseo sólo es un
objeto de disgusto. ¿Los continuos cambiamientos que son el fruto de la
casualidad, reanimarán acaso mi vida? Lo ignoro; pero si no sucede esto volveré
a caer en el estado de consunción de que me había sacado Rodríguez al
anunciarme mis cuatro millones. Sin embargo, no creáis que me rompa la cabeza
en malas conjeturas sobre el porvenir. Unicamente los locos se ocupan de estas
quiméricas combinaciones. Sólo se pueden someter al cálculo las cosas cuyos
datos son conocidos; entonces el juicio, como en las matemáticas, puede
formarse de una manera exacta.
¿Qué pensáis de mí? Responded con franqueza
(Yo pienso que hay pocos hombres que sean incorregibles); y como es siempre
útil el conocerse, y saber lo que se puede esperar de sí, yo me creeré feliz
cuando la casualidad me presente un amigo que me sirva de espejo.
Adiós, yo iré a comer mañana con Vos.
Simón Bolívar
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